sábado, 11 de enero de 2014


CUANDO UN AMIGO SE VA

Te observo a través del cristal de esta fría sala donde me encuentro. Aquí solo hay llanto y desolación. Al otro lado, tras la pared de vidrio, observo tu cuerpo dentro de una caja. Solamente puedo ver tu rostro. El resto lo cubre un velo de raso blanco. Mirándote, me cuesta creer que es la última vez que te veo. Dentro de unas horas te espera un nicho donde te envolverá el silencio más absoluto. Mientras, permíteme amigo mío, que me siente frente a ti, en esta última conversación, que más bien es un monólogo donde sobran las palabras, sin otras pretensiones que recordar  contigo el corto pero intenso camino que hemos recorrido juntos.

Recuerdo ese primer día cuando nos conocimos. —Hola Manuel soy Luis. —dije mientras estrechaba esa mano cálida que junto a tu sonrisa, me indicó que nos llevaríamos bien. Yo era tu cuidador, el apoyo que necesitabas para tu vida, tan solo por unos meses. Hasta que te recuperaras. Al día siguiente, mientras te duchaba, tenía la sensación de que nos conocíamos desde siempre. Luego tras el desayuno, tu silla de ruedas y nosotros dos salimos a dar un paseo. Nos sentamos en esa terraza que tanto te gustaba. Mientras nos tomábamos un café hablábamos de muchas cosas. De la familia, de tu etapa laboral, de tu rehabilitación y de las cosas que se hablan entre hombres. Cada vez que me encendía un cigarrillo me pedías con la mirada que te diera uno y nunca te lo di. Sabes que no podía dártelo aunque ahora, viendo el final que has tenido quizá no me hubiese importado. ¿Te acuerdas cuando nos enfadábamos? Era tanto el cariño que nos teníamos que incluso nos permitíamos esas licencias. Cuando esto sucedía, me decías que no volviera más y yo hacia el firme propósito de salir de tu vida, pero solamente eran palabras vacías pues los dos sabíamos que nos necesitábamos. ¡Qué iguales éramos! Cabezotas y obstinados.

Ahora viene a mi memoria, el primer día que abandonaste la silla de ruedas y con tu andador, recorriste el pasillo de tu casa. Cuanta emoción. Eso era un logro después de tantos meses sin andar. A partir de ese día, fue tanta tu motivación, que conseguiste caminar un kilómetro por la mañana y otro por la tarde. Poco tiempo después, te abandonaron las ganas y comenzó una lucha en la que los altibajos eran frecuentes. Sé que era duro el peso que debías soportar en tus rodillas y el dolor que te causaban mis manos al estirarlas, pero era la única manera de vencer la condenada artritis que padecías. Aun así, al final lograba convencerte de que había que seguir luchando. Era nuestra lucha particular y a nuestra manera conseguíamos resultados que se reflejaban en la satisfacción de tu cara al acabar nuestro trabajo.

Veo tan injusta y tan a destiempo tu muerte que me cuesta creerlo. No merecías este final. No de esta manera, aunque todos sabemos que si te hubieran cuidado mejor, quizá ahora no estuvieras en esta sala tan fría. Ahora no sirven de nada las lamentaciones. La realidad es tan cruel como cierta y solamente me queda el consuelo de saber, que te has marchado sabiendo que has sido muy querido, por todos los que te han conocido. Dentro de un momento besare tu frente helada y te llorare en el silencio que deja tu recuerdo. En estos momentos, quiero hacer mía la estrofa de una canción de Alberto Cortez y dedicártela para que donde te encuentres, sepas que un día, conociste a alguien que fue tu amigo.

<<Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar, la llegada de otro amigo>>   ¡Hasta siempre Manuel!

Luis Renedo de la Peña

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