domingo, 22 de diciembre de 2013


NO MATARÁS

El hastío y la soledad me conducían inexorablemente a cometer actos  propios de un orate. Esa tarde, tras beberme unas cuantas copas y sin otra cosa que hacer, se me ocurrió llevar a cabo algo que sin el alcohol ingerido, no hubiera sido capaz de realizar. Me introduje en el baño con la luz apagada. Al no tener ventana, la oscuridad era absoluta. Situado frente al espejo invoqué al diablo con la intención de que se reflejara su imagen en el. Era algo que no recordaba cuando lo había escuchado y sin embargo había quedado grabado en mi mente, acudiendo a ella de vez en cuando. Ahí estaba yo, decidido tras la ingesta de más de media botella de whisky barato, retando a las fuerzas del averno. Pasados un par de largos minutos y sin éxito, decidí no hacer el idiota por más tiempo. Mi mano se posó en el tirador de la puerta y el miedo se disparó cuando no pude abrirla. Miré hacia el espejo y entonces lo vi. Una horrible imagen incapaz de describir estaba frente a mí, mirándome con una  siniestra sonrisa lo que provocó que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo. Intenté desesperadamente abrir la puerta y cuando al fin lo conseguí salí al salón donde perdí el conocimiento a consecuencia de la tensión acumulada. Al despertar, esa horrible figura estaba sentada en el sofá observándome. Creí que volvería a desmayarme nuevamente y sin saber de dónde, saqué el coraje necesario y me atreví a preguntar. —Quien eres… Que quieres de mi? —Quien soy está claro. —respondió. —Y lo que quiero es jugar a un juego. —Su voz sonaba normal lo que hizo que me tranquilizara un poco aunque su presencia me aterraba. —No quiero jugar a nada. Por favor vete y déjame en paz. — ¿Irme? ¿Dejarte en paz? ¿Acaso crees que puedes reclamar mi presencia sin nada que darme a cambio?—Tras esas palabras soltó una carcajada tan estridente como desagradable. —Proporcióname una vida y tan solo así podrás librarte de mí. — ¿Una vida?—pregunte incrédulo. —No entiendo lo que quieres decir. —No importa, solamente escucha con atención. Mi juego lo llamaremos los diez mandamientos. Tienes que hacer todo lo contrario a lo que mandan, uno a uno. Cuando termines el juego no volverás a verme. —Dicho esto desapareció. Estuve bastante tiempo quieto, sin atrever a mover siquiera un solo musculo, razonando lo ocurrido. No estaba soñando. Lo que acababa de sucederme había sido real y tenía una misión que cumplir.

Busqué una biblia entre los libros de mi estantería y comencé a leerme los diez mandamientos. *Amaras a Dios sobre todas las cosas. *No tomaras el nombre de Dios en vano. *Santificaras las fiestas. *Honraras a tu padre y a tu madre. *No matarás. *No cometerás actos impuros.*No robaras.*No dirás falso testimonio ni mentiras.*No consentirás pensamientos ni deseos impuros.*No codiciaras los bienes ajenos. No era demasiado difícil si no fuera por el quinto mandamiento. No estaba dispuesto a matar a nadie. Cumplí la misión encomendada con nueve de los diez mandamientos. Deje pasar los días y al no suceder nada creí que todo volvía a la normalidad. Una noche me desperté sobresaltado. Me faltaba el aire y al abrir los ojos, ese ser terrible apretaba mi cuello mientras me exigía una vida. Su fétido aliento era insoportable. A partir de entonces mis sueños se veían interrumpidos cada noche. Comencé a demacrarme y notaba como la vida se me escapaba casi sin darme cuenta. Me puse en manos de un psicólogo que lejos de entender lo que me sucedía me diagnosticó esquizofrenia y manía persecutoria. Una noche, tras la visita del Íncubo, no aguanté más y decidí saltar al vacío, desde la ventana del noveno piso donde vivía. Mientras caía, un cable eléctrico partió en dos mi columna vertebral y cuando aterrice en el suelo lo único que se escuchó fue el ruido seco de mi cuerpo al contacto con el asfalto. Abrí los ojos con el último aliento de vida que aun me quedaba y allí estaba él, sonriendo con la satisfacción del que consigue su propósito. Entonces se acercó a mi oído. —Ya tengo la vida que te pedí. — Susurró escupiendo en mi cara nuevamente su pestilente y frío vaho. —La deuda queda saldada. Nuestro juego ha terminado. 

Luis Renedo de la Peña

viernes, 6 de diciembre de 2013


 Aqui os dejo alguna fotografía de nuestro programa de radio
"Trilceratura" En este caso nuestros invitados son Fernando Perez San Juan con cazadora roja y Elena Muñoz con cazadora marron. El resto somos miembros de Trilce Isla Literaria.











































ENLACES RADIO COPE MADRID SUR
 
Hola a todos.
Aquí os dejo los enlaces para que podais escuchar en diferido cada semana el programa de radio Trilceratura. Si queréis escucharlo en directo sintonizar en Cope Madrid Sur el 89.7 de la FM los jueves no festivos de 1 a 1.30.
 
 

FLORES PARA EZEQUIEL

 

Alfredo depositó junto a la tosca cruz que un día hizo con sus propias manos utilizando dos gruesas ramas de roble, un bonito ramo de surtidas flores. Luego se sentó y casi sin darse cuenta sintió como se le humedecían los ojos, mientras los recuerdos volvían inevitablemente a su cabeza. Hoy veintiuno de marzo, se cumplía el treinta aniversario de la trágica muerte de Ezequiel. Durante todos estos años jamás había faltado a su cita. Ezequiel había sido todo para él. Sus vidas estaban marcadas por multitud de coincidencias. Nacieron el mismo día en el seno de dos de las familias más pudientes de uno de los mejores barrios de Madrid. Vivian en el mismo portal y desde muy niños fueron amigos. Luego estudiaron en el mismo colegio y se graduaron en la misma universidad. Los dos optaron por la carrera de arquitectura siendo alumnos brillantes. Apenas con treinta años ya dirigían su propio estudio con notable éxito. Sus mujeres, dos bellezas, hacían que fueran envidiados dentro del círculo social donde se desenvolvían. Todo daba a entender que el éxito y la felicidad rodeaban sus vidas, pero nada más lejos de la realidad. Había algo que jamás podrían declarar. Algo que nunca se atreverían a decir y que por todos los medios debía quedar oculto. Era su condición Homosexual. Siempre se habían atraído pero nunca se dijeron nada, condicionados por la estricta educación que recibieron. Ser homosexual dentro del ámbito familiar era un pecado. Una aberración. Una vergüenza. Fue una noche durante una cena. Ezequiel pidió a Alfredo que le acompañara al sótano de la casa donde se ubicaba la bodega, para que le ayudara a seleccionar unas botellas de vino que tomarían en la cena. Cuando estuvieron a solas, no hicieron falta palabras. El amor contenido durante tanto tiempo, se desató, y se besaron como si el mundo fuera a terminarse. Durante la cena, trataron de comportarse como habitualmente solían hacerlo pero sus miradas al cruzarse estaban repletas de complicidad y los dos sabían que lo que acababan de iniciar ya no podría pararlo nadie. Comenzaron una relación paralela a sus matrimonios y buscaban cualquier excusa para poder estar a solas. Aún así, no era suficiente ya que el temor a ser descubiertos estaba siempre presente. Necesitaban tiempo para ellos dos, lejos de todos y de cualquier responsabilidad. Un día Alfredo propuso a Ezequiel perderse una semana en la montaña.  Se llevarían una tienda de campaña, como cuando eran más jóvenes. Eso les daría la sensación de ser aún más libres. Pondrían como excusa un proyecto en alguna ciudad, donde tendrían que pasar una semana para realizar un estudio de alguna construcción. Era un plan perfecto y así lo hicieron. La primera noche en la montaña se amaron teniendo como testigo, un precioso cielo cargado de estrellas. Después se quedaron dormidos en un profundo abrazo. Estaban despuntando los primeros rayos de sol, cuando algo cayó encima de la tienda de campaña desbaratándola por completo. Apenas unos segundos después, mientras intentaban salir de entre la maraña de tubos huecos de aluminio y lona, sintieron como el suelo se abría bajo sus pies. Un corrimiento de tierra, que apenas duró un momento, se ensañó con ellos. Alfredo, se arrastró como pudo para ponerse a salvo en el último instante y a pesar de fracturarse una de sus piernas  pudo escapar de la tragedia. Ezequiel no tuvo la misma suerte y varias toneladas de arena y piedras cayeron encima de él enterrándolo para siempre. Alfredo, magullado herido y hambriento, estuvo tres días vagando sin rumbo hasta que lo encontraron unos cazadores que lo salvaron de una muerte casi segura. Cuando Alfredo acudió al lugar con los servicios de rescate no pudieron recuperar los restos de  Ezequiel ya que el terreno no ofrecía las garantías suficientes para que entraran las máquinas. La montaña había reclamado el cuerpo de su amigo para siempre. Con dos gruesas ramas hizo una cruz que puso encima de la tierra donde descansaban los restos de su amor. Unos meses más tarde se divorció, rompiendo con todo lo que le tenía condicionado y decidió vivir el resto de su vida afrontando lo que realmente era. Una persona con la capacidad suficiente para dar y recibir cariño sin importarle su condición sexual.

 Pasado un largo rato, Alfredo se levantó, posó la mano en sus labios y lanzó un beso hacia la tierra, junto a la vieja cruz donde descansaba el amor de su vida. Se puso el sombrero en la cabeza y apoyándose en su bastón dio media vuelta y se fue alejando mientras resbalaban por sus mejillas un par de lágrimas furtivas que absorbió agradecido el polvoriento camino.

Luis Renedo de la peña. 

Un adiós en otoño

El chirriar de las ruedas al abrir el ventanal que daba acceso al jardín, era la señal que Carlos esperaba a diario, para salir al encuentro de su vecino Bruno. Hacía diez años que se conocían, y aprovechando las horas en las que el sol no era tan fuerte, solían conversar a través de una verja que separaba las dos casas. Se miraban de reojo carraspeando varias veces, hasta que al fin uno de los dos se decidía a hablar, rompiendo así la tensión existente ya que cada día sus pláticas terminaban en una polémica próxima al enfado, por los diferentes puntos de vista que ambos tenían. Bruno, militar retirado, estaba acostumbrado a dar órdenes y casi siempre se creía en posesión de la verdad. Carlos por su parte, también era un hombre de carácter fuerte, lo que hacía que ambos chocaran hasta el punto de insultarse, siendo habitual que acabaran metiéndose en casa dando por terminada la conversación, y con el firme propósito de no volverse a ver nunca más. Aun así, al día siguiente como si de un ritual se tratara, cada uno salía al jardín a las once en punto de la mañana. Octogenarios los dos, tenían en común el haber sido testigos participes de los episodios más trascendentes de la joven democracia española. Uno los había vivido como militar y otro como periodista, y aunque comenzaran hablando de cualquier tema, al final siempre terminaba la política siendo protagonista de sus conversaciones. Era entonces cuando irremediablemente surgían las diferencias insalvables, causa de sus desavenencias.

Una mañana de noviembre, Carlos no escuchó el ruido del ventanal. Miró su reloj y vio que marcaba las once y cinco. —Se habrá dormido. —pensó, aunque se le hacía raro ya que no era habitual. Continuó esperando, pero Bruno no acudió. Un inusual ruido de automóviles aparcando en la entrada hizo que Carlos saliera al jardín. Entonces entendió lo que sucedía. Vio como introducían en el interior de un coche fúnebre, el ataúd con el cuerpo de Bruno. Se quedó quieto, casi petrificado, intentando asimilar la dura realidad. Después, arrastrando los pies y con el corazón encogido se  metió en casa. Nunca le habían pesado tanto sus ochenta años como ahora. Se recostó en su sillón ya que las piernas no le sostenían. Poco a poco fueron pasando por su mente los recuerdos de los últimos diez años, hasta que un nudo en su garganta se hizo insoportable y como un niño, rompió a llorar. Al día siguiente salió al jardín antes de lo acostumbrado. Ya no quedaban motivos para esperar a nadie. Se quedó pensativo, mirando fijamente esa hiedra, que como una cascada colgaba de uno de los muros de la casa de Bruno. Todavía tenía algunas hojas verdes, aunque casi todas, con su color cobrizo, luchaban desesperadamente por no desprenderse de sus delgadas ramas. Carlos sabía que era una lucha baldía, ya que acabarían tornándose de color amarillo y entonces caerían al suelo muriendo irremediablemente. Observó también como las gotas de roció resbalaban por las ramas ausentes de hojas, al igual que caminaban hacia la comisura de sus labios lentamente, las saladas gotas que brotaban de sus ojos. A partir de ahora, los otoños serían más grises y las mañanas silenciosas formarían parte del resto de su vida. Le dolía profundamente no haber podido despedirse de Bruno y era algo que a su manera debía solucionar. Decidido, sacó el pañuelo, sonó su nariz y secándose las lágrimas se levantó dispuesto a retomar su profesión de periodista. Entró en casa y abriendo un viejo baúl sacó su máquina de escribir, compañera inseparable durante tantos años y se dispuso a usarla de nuevo. Escribiría un libro donde narraría los encuentros con su amigo Bruno. Sería un homenaje a la vez que una despedida. Metió un folio entre los rodillos de su Olivetti y comenzó a teclear. Tan solo puso el título y le pareció perfecto, una vez que lo hubo leído un par de veces. “Un adiós en otoño”  Sí, esa sería su última obra, su obra maestra.

Luis Renedo de la Peña